He roto mi promesa de no volver. Los árboles me han
reconocido. Eso me halaga y me intranquiliza. La luz de la luna decora con
destellos de plata el bosque. A cada paso la enramada me palmea la espalda, devuelvo el cumplido sin
cortesía. Reconozco el sendero, los aromas a pino y a corteza. Me adentro en la
arboleda y cuento setecientos catorce pasos. Ahí estás, dónde te dejé. Llegaste
a mí por casualidad, la peor silla que
había visto en mi vida, hecha con restos
de madera, llena de astillas y con un manto de podredumbre agarrándote con fuerza. Lo primero que hice
fue extraer una a una aquellas esquirlas que parecían atormentarte. Limé, pulí
y lustré la superficie. Al acabar me hablaste. Me pediste que te trajera de
vuelta a casa. Siguiendo tus indicaciones, te planté junto al tejo. Nunca he
sentido tanta felicidad. Juré guardar el secreto. Hoy he vuelto como furtivo,
un sibilino ocultando sus intenciones. Te he arrancado una rama y he huido sin
despedidas, al amparo de un jirón de nube negra. He llegado a casa estremecido,
el corazón palpitando reproches me atormenta.
Te he colocado sobre la mesa de trabajo, te llamaré Pinocho.
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